Alguien insistirá en que fue cosa de dioses llegados del cielo, pero mientras una gruesa capa de hielo de kilómetro y medio de espesor cubría las partes altas del planeta, el mar retrocedía cincuenta metros en las orillas de los continentes. Con la agricultura comenzó la necesidad de vigilar de cerca para impedir que un bicho cualquiera devorase la cosecha, nuestra cosecha, o que un bando de gorriones esquilmara las semillas recién plantadas, nuestras semillas.
Lo cual tuvo como resultado un nuevo paso en el avance hacia el segundo sector de actividad dedicado a la transformación y elaboración de artilugios, algunos humanos siguiendo estrictas prescripciones y aplicando pautas secretas reveladas únicamente a la casta de los elegidos por dioses llegados de las estrellas, debían ejecutar esas técnicas refugiados bajo techado durante los días lluviosos y cerca del fuego en los gélidos inviernos, de ese modo aseguraban la correcta fabricación de equipos imprescindibles para aumentar el rendimiento primitivo, acoplando un juego de ejes con llantas de hierro al trillo o fijando una punta de acero al palo que sustituye a la quijada de equino que devino en denominarse mango, sustancia constituva del verbo mangar.
Yo mango, tu mangas. Pero el excelentísimo señor no manga, ese sólo recauda, a menudo respaldado por la gracia de Dios.
Ese fue el motivo para levantar la primera residencia en el entorno familiar y la causa para contraer la primera deuda pública vital.
Unos pocos miles de años bastaron para perfeccionar el sistema de siembra y recolección. Entonces hubo que resguardar también a los animales, nuestros «ovus, bovus y avis domesticatus» en la planta baja de casa durante gran parte del año y conservar los alimentos necesarios a salvo de las inclemencias meteorológicas bajo el tejado. Llegado el buen tiempo, se impuso la migración estacional expulsando cabras autóctonas y osos salvajes, ocupando los prados más frescos de la montaña. Originando cierta querencia a poseer una segunda residencia alejada de calor estival.
Otra oportunidad para saldar deudas con la familia estaba en la extracción y venta de sal un producto que pasó de provocar una sed insaciable, a viajar a lomos camello, siendo un valor de intercambio intrínseco que constituirá la base de pago (salario) de aquellos que, a causa del crecimiento de población, no tenían otro patrimonio que alquilar la fuerza de sus manos, así pasaron a atravesar el desierto en una hueste portátil permanente, denominada desde entonces mano de obra y a ser consignatarios, como últimos signatarios (los que firman o signan) de la deuda perpetua por el simple hecho de no disponer de una residencia habitual.
